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viernes, octubre 24, 2014

La muerte de Ramiro Pinilla


      © Fernando Gómez Larrea



Ha muerto Ramiro Pinilla. Vivió una vida larga y plena no siempre en paz. Tenía 91 años y más amigos que los que él seguramente pensaba. Tuve la gran suerte de ser uno de ellos. Le conocí y disfruté de su compañía y cariño durante varios años en el País Vasco. Su recuerdo me acompañó para siempre, hasta tal punto que la semana pasada escribí un artículo sobre él que ya nunca más leerá. Maldita premonición. Fue un hombre bueno, valiente y libre. También era generoso, prudente y muy silencioso. Fue uno de los grandes escritores de la última mitad del siglo XX en España. Un caballero y un escritor sin fama que huía de las estridencias. Vivió protegido siempre bajo su irredento individualismo que levantó con sus propias manos, como la casa donde vivía. Su obra literaria está a la altura de los más grandes de su tiempo. Sólo la historia y sus muchos lectores le juzgarán. 

En 2010, hace ya cuatro años, publiqué algunos de mis recuerdos sobre él que siguen todavía muy frescos.

Gracias y hasta siempre, Ramiro.


La desobediencia civil

Durante los años que viví en el País Vasco conocí a personas muy interesantes con las que sigo manteniendo una sincera aunque distante amistad. Una de ellas era un viejo escritor olvidado al que más de dos décadas de nacionalismo político infame y sectario habían apartado de cualquier círculo cultural en su tierra. Se llamaba y se sigue llamando Ramiro Pinilla. Junto a él y otras personas participaba los lunes en una especie de tertulia literaria casi secreta donde hablábamos de libros, escritores, y a veces de política. Espero que la sigan haciendo y el hueco que dejé lo haya ocupado otro.

Pinilla es un tipo muy particular. Anda ya por los 87 años y hasta donde yo se la salud le responde muy bien. Durante aquellos años en Euskadi en que lo traté, Pinilla concluyó ‘Verdes valles, colinas rojas’, una trilogía majestuosa que ha sido considerada por los críticos como la gran novela vasca y donde invirtió casi veinte años de escritura paciente forjada a la sombra de casi todos. 

Durante esos años, a veces quedaba con él e iba a visitarle a su caserío, un viejo edificio con jardín que él mismo se construyó a las afueras de Getxo. Teníamos una especie de pacto: yo saqueaba su biblioteca y a cambio le ayudaba a hacer leña para la chimenea o le echaba una mano con el jardín, que poco a poco iba devorando la casa.

Me acordé de Pinilla el otro día cuando desde determinados círculos se empezó a oír hablar de “desobediencia civil” ante la imposición de la prohibición de los toros en Cataluña. El autor de aquello fue Henry David Thoreau, un escritor y filósofo norteamericano de principios del XIX con ciertas tendencias anarquistas. Solía decir Thoreau, al que algunos consideran el primer ecologista de la historia, que “un gobierno no debe de tener mayor poder que el que los ciudadanos estén dispuestos a concederle”, algo que por aquí estamos bastante de acuerdo. 

Todo aquello surgió en 1846 cuando el joven escritor norteamericano se negó a pagar impuestos como protesta por la esclavitud y por la guerra que su país mantenía entonces con México. Como era de esperar, Thoreau recaló con sus huesos varios días en la cárcel, pero su ejemplo le sirvió un siglo más tarde a Mahatma Gandhi y a Martin Luther King para iniciar sus movimientos de lucha social.

Un par de años antes, Thoreau quiso experimentar la vida en la naturaleza y vivió dos años en una cabaña en el bosque alimentándose de lo que cultivaba, “para no descubrir cuando le llegase la muerte, que no había vivido”. Fruto de aquello fue ‘Walden, la vida en los bosques’, un pequeño ensayo que sigue cautivando a generaciones de jóvenes. 

Cuando el éxito le llegó pasados los ochenta años a Ramiro Pinilla, un día me mostró una vieja piedra tallada en la puerta de su caserío que la hiedra casi había escondido. Tenía escrito un nombre: ‘Walden’, un homenaje a sus lecturas de juventud. Entonces volvió a dejar caer la hiedra sobre la piedra mientras me guiñaba un ojo y supe que aquel viejo caserío no representaba sólo su hogar, sino también un símbolo de libertad y de individualismo frente al infierno que suponen los otros.

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