Una de las pocas cosas que echo en falta de escribir a diario en
los periódicos son las tensiones, apreturas y los mire usted que se montaban
casi a semana por cualquier pajarraca que se publicada. Confieso que el arriba
firmante tenía entonces una especial predilección por los detalles truculentos,
escabrosos, surrealistas y tremendistas, tan abundantes y fértiles en Aragón.
Considera uno que añaden poso y cierto regusto a temas y asuntos que de otra forma
el lector no se tragaría. Así que a veces -eso hay que reconocerlo-, se juntaba
el hambre con las ganas de comer, y el especial del día en el periódico venía
servido en forma de reportaje a palos, crónica con cartuchos de posta o en
forma de banderilla de artículo sin reglamentar.
Una vez en el bar de un pueblo en el que me reconocieron después
de la resaca de uno de aquellos reportajes de los que les hablo me dijeron: “Usted
–perdone que sea así de franco- pero más que un escritor parece un periodista
suicida, un francotirador de esos… Sí señor”. A continuación me invitó al café
y me enseñó las últimas obras del pueblo.
Les cuento todo esto porque en los últimos días me venía rondando
en la cabeza una anécdota de aquellas andanzas que pocas veces he contado. Escribo de memoria porque últimamente ando algo vago para echar
mano de la hemeroteca, pero fue algo así: Se inauguraba en Alloza, una
localidad minera del Bajo Aragón turolense, la recuperación de un entorno a las
afueras del pueblo. Los vecinos y el ayuntamiento habían limpiado y desbrozado
durante semanas la vaguada donde todavía resistía un antiguo acueducto y habían
colocado bancos, farolas e incluso estatuas, quedando un estupendo lugar donde
disfrutar de un paseo en la naturaleza respirando aire puro a la sombra de
viejos árboles que crecían a la orilla de un riachuelo. La verdad es que el
sitio había quedado como el oro.
Parque Escultórico `Los Barrancos' de Alloza. Fuente: http://paseosescapadasyviajes.blogspot.com/
Decenas de vecinos, alcaldes vecinos y unos cuantos diputados se
juntaron allí para tan señalado acontecimiento. Poco antes de cortar la cinta,
el alcalde, Manolo Royo, que no me acuerdo de qué partido era pero que da lo
mismo, y a quien siempre le he tenido un cariño especial porque es un tipo
tremendo y un hombre de los pies a la cabeza, agarró el micrófono y entonó unas
palabras de solemnidad: “Queridos vecinos… Inauguramos hoy un parque en un
sitio al que antes sólo veníamos de críos a tirar flechas y a matar gatos...
Hemos colocado estas estatuas de un escultor allocino del que partió toda la
idea y que nos las ha cedido. Hoy podemos sentirnos orgullosos de
nuestro pueblo y nuestra gente. Cosas así son las que hacen falta en esta
tierra”.
A continuación hubo merienda y no me acuerdo si también jotas,
pero a mí ya me pillaron de camino a la redacción. Como se imaginarán, un
detalle tan grandioso y apetecible como la mención del alcalde a las flechas y los
gatos no lo podía dejar escapar, y palabra por palabra escribí aquello mientras
–por qué no decirlo- me salivaba el colmillo dándole a las teclas.
El reportaje de la inauguración del parque escultórico de Alloza
salió publicado a toda página y al día siguiente al mismo punto de la mañana
recibí la llamada que ya me barruntaba: “Zardoya, pero mira que eres cabrón… El
reportaje es tremendo y te lo agradezco, las cosas como son, pero lo de los
gatos… Yo no digo que no lo dijese, porque lo dije y lo mantengo, pero hijo mío…
¿estabas obligado a escribirlo todo…?”.
Luego colgó. Meses o semanas más tarde Manolo
y yo nos volvimos a encontrar por otros motivos y nos saludamos como siempre,
porque ya les he dicho que Manolo es un gran tipo. Pero el día de aquella llamada no se lo dije, y me parece recordar que
me intenté fajar a Manolo y su cabreo quitándole importancia a la anécdota, así que he de confesar ahora que yo también maté gatos de crío. Mi hermano, mi abuelo y
nuestra difunta gata podrían dar fe de ello. E hice muchas otras cosas peores
como robar bicicletas y melones, romper farolas, comer huevos crudos, construir
cañones o quemar pajeras sólo para ver cómo ardían.
También intenté con escaso
éxito convertir la mula mecánica de mi abuelo en un helicóptero. Y levanté
fuertes de cañas en Los Olmares. Y taponé acequias e inundé caminos. Y otra
vez, Manolo, para que lo sepas, metí una avestruz en una discoteca a las cuatro
de la mañana en plenas fiestas del pueblo. Y también hubo otras hazañas y
proezas como aquella de cuando –con la ayuda de otros sinvergüenzas-
conseguimos parar el tren a Barcelona pegándole fuego a unos fajos de
sarmientos en las vías. De muchas de aquellas cosas me arrepiento y de otras no.
Y hay algunas más que me las callo. Pero sí, Manolo, aquel día no te lo dije,
pero yo también maté gatos de crío.
Fuente: http://www.fotocommunity.es/
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